viernes, 12 de diciembre de 2014

Culturas y sentimientos

Sentirse vasco,  catalán,  normando o escocés es lo natural cuando uno se ha criado en alguna de esas regiones. Apreciar su cultura, su idioma, sus costumbres es como apreciar las tradiciones de la casa de uno.

Pero sentirse a la vez español, francés o británico, es apreciar una cultura que no es la castellana, la parisina o la inglesa, sino la resultante de la amalgama de regiones que a fuerza de vivir y desarrollarse juntas, de proyectos y desgracias comunes, han dado lugar a una cultura común. Esta cultura común está obligada a convivir con las que la conforman, pero tiene en cualquier caso vida propia, y enriquece a los que la disfrutan.

En su afán de mantener su identidad y sus singularidades, las culturas regionales pueden tener una tendencia a negar su adscripción a la cultura “común”, y a desplegar iniciativas políticas que la aislen de ésta y de ahí surgen los nacionalismos a partir del siglo XIX, como reacción a esa pérdida de protagonismo de la cultura regional. Esta reacción, que se produce más de cuatro siglos después de la creación de las naciones-estado, no es sólo el resultado de la presión de la cultura “común” sino del progreso de las comunicaciones y los movimientos migratorios que amenazan la convivencia rural tradicional.

Por otra parte, surge también la reacción contraria entre los “centralistas” de negar o ridiculizar las culturas regionales, o la difusión de su idioma o costumbres, tachándolas de arcaicas, aldeanas o “nacionalistas”.

En los dos casos, la cultura, el idioma y las tradiciones y su convivencia pasan a la arena política con resultados que son tremendamente negativos para los ciudadanos y para el desarrollo y florecimiento de las culturas y tradiciones que se pretenden preservar y fomentar.